Relato FINAL DE COSTA

Relato FINAL DE COSTA

A Story by Luis Tamargo
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Colección "Son Relatos", (c) Luis Tamargo.

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    No había letrero alguno; quizás por eso siguió la inercia de aquel cruce. Llevaba horas al volante y nada le habría desanimado más que haber leído la señal de alguna población cercana. Solo conducir, tragar kilómetros hacia un lugar sin nombre...

   Nunca bendijo tanto el hallazgo fortuito de aquella villa como el efecto beneficioso que a partir de ese momento le acompañó. El carácter atormentado que le perseguía en los últimos años a causa de la enfermedad de Marie y, también, por la jubilación anticipada que le forzó a enfrentarse sin esperanzas a una batalla perdida, le habían transformado en un ser hosco y solitario. No le bastaban las respuestas de su médico, el Dr. Vincent, instándole con fingida profesionalidad a probar terapias psicológicas que le ayudarían a fortalecer su acrecentado pesimismo, ni tampoco iba a poner el resto de fe que le sobraba en aquellos rutinarios fármacos. Siempre fue hombre dinámico, de mente ágil que se tornaba vivaz cuando estaba ocupado, su estado ideal. Ahora, sin trabajo, intentaba suplir el espacio de sus actividades dedicando un tiempo a organizar sus colecciones de modelista, incluso llegó a terminar de una vez aquella fragata antigua que le regalaron sus compañeros en el homenaje de despedida.
   Sin embargo, ni las maquetas de sus balandros ni los medicamentos ni los consejos del doctor Vincent poseían la consistencia suficiente para detener la tortuosa avalancha de ansiedad que supuso la muerte de Marie. Sin obligaciones era un hombre desarmado, pero sin lazos afectivos sus sentimientos caían desbocados en una vorágine sin fin de soledades. Por eso cogió el vehículo, su mundo de toda la vida se quedaba pequeño y su espíritu, hambriento de avidez, le empujaba a explorar horizontes distintos a la búsqueda de una novedad que tal vez le hiciera resucitar de aquella situación que le aprisionaba.
   Aquélla tarde abandonó la autovía que le devolvía a casa y regresaba sin prisa por la comarcal. En muchas otras ocasiones pasó frente a aquel cruce, dejándolo a un lado, pero esta vez decidió tomarlo con un giro repentino, casi al tiempo que se dejaban caer las primeras gotas de lluvia. Al poco, la carretera se estrechó hasta borrarse la línea divisoria que marcaba la doble dirección y el firme dejó notar la superficie parcheada de sus baches. El aparente rodeo comenzó a extenderse más allá de su pretensión original, pero para entonces la lluvia era ya copiosa y el movimiento rápido del parabrisas le dificultaba conducir con seguridad. Una fuerte tormenta eléctrica se desató en apenas unos instantes y su resplandor intermitente se reflejaba fantasmagóricamente entre los árboles cercanos. Su preocupación crecía a la vez que el temporal y la noche cerrada iban en aumento, hasta que con un rescoldo de alivio divisó las luces de la pequeña villa. Circuló lento por lo que semejaba una calle principal, vacía de transeúntes. Aguardó con el motor en marcha hasta descubrir la figura de alguien a quien poder preguntar. Por fin distinguió al viejo pescador que esquivaba el chaparrón bajo los aleros. Aunque a este no le hizo mucha gracia abandonar por un momento su refugio de la orilla para responder a las dudas nerviosas de un conductor extraviado, así y todo, contestó sin un mal gesto...
 -La carretera no sigue. ¡Está usted en la costa! O vuelve por donde vino o...
   Debió notar el rostro perplejo del hombre que le preguntaba y, mientras volvía a resguardo de los aleros, apostilló:
 -Dos manzanas más al fondo tiene el hostal de la señora Olmos... ¡Hace una noche de perros, oiga!
   No le faltaba razón al viejo marino, nada mejor que la opinión de un experto pescador para seguir el consejo a pies juntillas, por lo que se dirigió en dirección al hostal dispuesto a capear la noche del modo más cómodo.
   Cuántas veces le escuchó decir al doctor Vincent que no debía encerrarse ni aislarse, que necesitaba exteriorizar sus inquietudes, conversar, compartir tareas o colaborar en cualquier acción con implicaciones sociales. Cada vez que le soltaba la perorata lo acompañaba con un tratamiento de pastillas destinadas a frenar su ansiedad y controlar su sueño que, por el contrario, solo conseguían dificultar y reducir el tiempo destinado a dormir. Sin embargo, obligado a pernoctar en casa de la señora Olmos, dormía. La urgencia de las circunstancias impusieron que tampoco tuviera a mano las medicinas que metódicamente pretendían dominar su vida y, sin embargo, las tostadas rebanadas que la propia señora Olmos subía a la habitación ofrecían el remedio milagroso del mejor de los desayunos. Luego, quedaba toda la mañana por delante antes de que con ganas casi se deseara la hora de la comida.
    El tiempo transcurría en la villa sin preocuparse de mirar el reloj, los paseos por el muelle o las tertulias en el bar del hostal entonaban las tardes de modo que parecía que el tiempo se hubiese tomado un respiro también para olvidarse de todo lo que no tuviera nada que ver con la calma o la paz. Las conversaciones con Mauri, el viejo pescador, repasaban hechos pasados aunque liberados de la importancia actual. Le agradaba escucharle, mientras el pescador preparaba un montoncito de tabaco para su pipa de motivos marineros y hablar con él, cuando la encendía y aspiraba, pues casi pertenecían a la misma generación si bien los avatares de sus vidas distaban en detalles considerables. La mar moldea la cruda arboladura de los hombres que la trabajan y el viejo Mauri desconocía el significado de la palabra médico... A diferencia del pescador, a él no le habían faltado penurias que solventar, sobre todo y muy a pesar suyo, los últimos padecimientos de su querida esposa, demasiado recientes aún, pero algo había en el modo de enfocar los problemas que originaba un abismo entre ambos a la hora posterior de extraer conclusiones. Con el viejo marino aprendió el secreto del optimismo, sobre el que tanto había oído predicar sin interés. Las lecciones que Mauri sacaba de un obstáculo pasado lograban hacer desaparecer el problema mismo e, incluso, su posible repetición. Y esto era algo que a él le regocijaba, tan asaltado por los mismos fantasmas, pues le entroncaba de nuevo a la realidad, sin cargas ni peso sobrante. Al final, una buena risotada entre amigos o un paseo por los acantilados desentumecían el óxido acumulado de la fatal seriedad y todo volvía a colocarse en el orden y en su sitio justo.
   Los viajes a la villa se fueron haciendo más frecuentes. Primero, con excursiones o algún fin de semana, luego pequeñas temporadas que le devolvían a casa renovado. El propio doctor Vincent se mostraba satisfecho con los resultados de su tratamiento al comprobar los avances de su decaído ánimo. No podía imaginar que las medicinas descansaban al fondo de un cajón, tan abandonadas como sus intenciones de asistir a rueda terapéutica alguna. Solo de pensar que volvería a la semana siguiente a la villa una diáfana alegría se le reflejaba en el semblante, imposible de disimular.
   Al principio fue tan solo una fugaz idea que se le pasó por cabeza. Luego, ayudado por el tiempo y el sosiego para la reflexión, fue madurando su proyecto hasta adueñarse por entero de su entusiasmo. Poco a poco fue cambiando vínculos, no tenía nada de descabellado trasladar su hogar a donde se sentía más a gusto. Además, hacía tanto que no sabía lo que era sentirse así, casi lo había olvidado.
   Comenzó por desprenderse de su casa de la ciudad. Entre Marie y él habían conseguido convertirla en un hogar, pero ahora era demasiado grande para sus necesidades. En sus amplias habitaciones descansaban los recuerdos, hablando del pasado irremediable, recordándole los límites del futuro. No fue difícil desembarazarse de ella, estaba bien situada en el centro urbano. A cambio, un pequeño ático junto al hostal de la señora Olmos, en una callejuela paralela, sin tráfico y con vistas a los montes, desde donde se podía respirar el aroma de los robledales en otoño. Cuando la brisa del nordeste volvía a soplar entonces era el olor a salitre añejo el que inundaba cada rincón de la villa, algo que a él le hacía ensanchar los pulmones y tragar bocanadas. Era el olor del pueblo que reconocería entre un millón, inconfundible. Antes, unos meses atrás, apenas para él tenían significado los olores, ni la risa... Sí, ahora se sonreía para sus adentros al recordar las palabras del doctor Vincent en la última visita:
 -...¡No se le ocurra abandonar el tratamiento! ...Si marcha de vacaciones a ese pueblo que dice, por lo que más quiera, ¡siga tomando las pastillas!
   Al doctor Vincent lo avisaron a media tarde. Debido a lo escarpado del lugar, ya anochecía cuando el médico forense llegó a los acantilados para levantar el cadáver. El cuerpo inerte de su antiguo paciente yacía entre los rocas, sin señales violentas, casi podría afirmarse que su expresión era plácida; lo examinó. Junto a él una pipa con tabaco sin encender descansaba en el suelo...
 -Él no fumaba...
   Finalmente, rellenó el último apartado del informe por fallecimiento: causa natural. De regreso por la autovía el doctor consultó el mapa... Los Acantilados! No existe ninguna población con ese nombre... El inspector que conducía el vehículo aseveró:
 -Ahí se acaba la carretera... ¡Estamos en la costa!
 
 
 
 
El autor:
 
*”Es una Colección “Son Relatos”, © Luis Tamargo.-

© 2008 Luis Tamargo


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Added on May 1, 2008

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Luis Tamargo
Luis Tamargo

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El autor, LUIS TAMARGO, es natural de Santander, en el norte espanol. Documentalista clínico de profesión, curso estudios de Letras y Humanidades y ha publicado "Escritos Para Vivir" .. more..

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