Relato  MERECE LA PENA

Relato MERECE LA PENA

A Story by Luis Tamargo
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Colección "Son Relatos", (c) Luis Tamargo.

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    Si algo me gustaba de aquella pensión era la serena tranquilidad del barrio en que se aposentaba. En definitiva, la modesta población de San Lorenzo era de por sí apacible y monótona, casi hasta el aburrimiento. Por eso la escogí como el marco ideal para sentar las bases de mi futura obra y, allí, en la pensión de la calle Doctor Fleming establecí la sede permanente de mi estudio de pintura. Mi propósito consistía en romper las penurias y tópicos que asolan a los artistas, esclavos de una vida sometida a los mandatos últimos de las primeras necesidades, el pan, la ropa, la oficina, el coche... Demasiadas obligaciones acaban por inutilizar el talento y este, como joya atesorada, debe hallar rienda suelta a su expresión sin límites, imposiciones o ataduras que impidan su natural desenvolvimiento. Esto es lo que perseguía, no perder la espontaneidad debería constituirse en la máxima de un artista que se precie. Era un modo de vida y, por tanto, había que protegerlo.

   La luz de la tarde impregnó muchos de los cuadros que durante horas incontables acabé de finalizar allí, en el estudio de la segunda planta. No me habría importado tampoco alquilar el ático de arriba, pues las pinturas se amontonaban, lienzo sobre lienzo, contra las paredes repletas de mi modesto y diminuto apartamento. Además, me frenó el hecho a considerar de obligarme a pagar un alquiler más, lo que me llevaría ineludiblemente a la rueda trepidante de la que me empeñaba en huir. Por eso, aquella mañana me sobresaltaron los ruidos provenientes del apartamento superior, hasta entonces desocupado. La tranquilidad que disfruté en solitario hasta aquel momento pareció anunciar su irremediable final con aquel taconeo repetido de unos zapatos que caminaban arriba, de un lado para otro, ahora arrastrando algún objeto pesado o bien golpeando el suelo del piso con un caer estrepitoso y descuidado.

   La señora de la pensión me explicó sin entrar en demasiado detalle, al escuchar mi esperada pregunta, que había alquilado la buhardilla a una mujer recién llegada, no se acordaba de dónde si es que se lo había dicho. Y rápidamente, como si temiera un bombardeo de preguntas en exceso curiosas, desapareció por una de las puertas del enorme pasillo que cruzaba de lado a lado la planta baja, destinada en su totalidad a la vivienda de los propietarios del negocio.

   Cuando subí a mi habitación pude observar a través del hueco en el rellano de la escalera que su puerta estaba abierta. Una claridad inmensa irradiaba desde adentro, quizás el balcón también estuviera de par en par ventilando la habitación hasta ahora deshabitada. Me descubrí curioso, casi que impertinente, intentando inconscientemente crear excusas para averiguar quién y con qué se ocupaba la morada que descansaba encima mío. Esa tarde me costó trabajo concentrarme para proseguir con la marcha de mis pinturas iniciadas. Escuché un fuerte portazo de arriba, tal vez causado por una corriente de aire desprevenida y me pareció una disculpa aceptable para salir afuera a entablar una posible conversación. Nadie en el rellano y la puerta, de nuevo, volvía a permanecer abierta... Decidido a inventar cualquier pretexto subí escaleras al ático hasta llegar ante la puerta. Nadie adentro, sin embargo se podían contemplar los muebles y adornos y busqué los detalles capaces de hablarme sobre la naturaleza de la persona que allí vivía. Escuché ruido de agua en la otra habitación, posiblemente se encontraba en el baño. En efecto, me asustó cuando de súbito hizo acto de aparición, únicamente cubierta con una camiseta corta y una braguita blanca y fina, tanto que ocultaba solamente lo preciso. Se apercibió de mi presencia cuando se disponía a ordenar el equipaje de sus maletas extendidas sobre el sofá y, sin terminar de volverse hacia mí, me indicó en voz alta que la puerta estaba abierta, invitándome a traspasar el umbral. Pude comprobar que sostenía un cigarrillo entre los labios.

-Solo quería presentarme, escuché ruidos y... Soy el vecino de abajo.

-No molesta, no se preocupe. Adelante!-, su tono no denotaba la amabilidad que se dice por cumplir, pero preferí pecar de prudente y posponer la visita.

-Cuando acabe de instalarse, tranquila, gracias... Ah! Y bienvenida!

   A la tarde siguiente coincidimos en el rellano, ella regresaba de fuera, elegante, bien arreglada y, rápidamente, se aprestó en acabar la presentación de la otra tarde. Me ofreció subir al ático y me puse cómodo en el sofá mientras ella entraba al baño. Observé el ambiente acogedor de la sala frente al amplio ventanal que daba a los campos y jardines que preceden al bosque de San Lorenzo.

   Escuché que me hablaba desde el baño, se quejaba del día tan intenso que había soportado. También, ensalzó la belleza de los bosques de San Lorenzo y las bondades de los pequeños pueblos que, en su natural humildad, esconden el secreto de la serena tranquilidad y del saber vivir, algo de lo que se han olvidado en las ciudades. Salió envuelta en una toalla y con el cabello mojado recogido en otra, a modo de turbante. Una mascarilla de intenso verde pistacho le cubría los párpados y seguía explicándose, mientras se frotaba los brazos con una crema incolora que desprendía un aroma fresco y penetrante. Se interesó por mí, de dónde era, a qué me dedicaba y se sorprendió con admiración al enterarse que era pintor, sí, de lienzo y pincel fino, sí, sí, un artista. Entonces me habló de su trabajo, de su penosa labor de modelo publicitario y, a decir verdad, no me habría extrañado reconocer su rostro de entre algunas de las revistas de moda.

   Su estancia en San Lorenzo se debía a un reportaje filmado en el entorno del bosque y de sus afamados jardines, que constituían el marco apropiado para aquel cortometraje de una nueva colonia, una innovadora fragancia para el mercado cosmético. El día anterior fue pesado y repetitivo, hubo que volver a filmar las mismas tomas hasta encontrar el efecto de luz apropiado o, mejor, la lente capaz de reflejarla con fidelidad. El fotógrafo acabó por poner nerviosas a las modelos con sus exigencias y hoy igualmente, las tomas se sucedieron compulsivamente, sin apenas descanso. Mañana sería otra dura jornada, pero disponía de todo el fin de semana para recuperarse y descansar. Se había propuesto no caer en la vorágine del ambiente que rodeaba al trabajo y por eso escogió aquella población cercana a los bosques y aquella modesta pensión, alejada de las compañeras y de los equipos de filmación, sí, merecía la pena.

   Con ánimo de corresponder a su sincera claridad, le manifesté mi interés por su atractiva profesión, viajando, conociendo lugares nuevos a menudo de alto postín y disfrutando de personajes y ambientes selectos. Había vuelto a salir del baño luciendo un ajustado corpiño de flores que dejaba al descubierto el redondeado ombligo de su vientre moreno y liso, por encima de su braguita blanca y tan estrecha. Se estaba peinando su rubia melena cuando de pronto paró el movimiento del cepillo e, inmóvil en el centro de la habitación con los brazos caídos al suelo, parecía prestar atención a quién sabe qué mandato divino. Se le ocurrió de repente aquella idea, la de posar para mí, casi con fijación obsesiva, la de que tenía que pintarla, sí, se propuso llevarse de aquel lugar su retrato.

Acepté la idea instintivamente, no pensé en compromiso alguno pues es mi costumbre cotidiana andar entre colores y paletas y, por eso, sé apreciar el valor de un modelo espontáneo que se preste. Al marchar, quedamos en concretar el proyecto en ese fin de semana y, cuando quise cerrar la puerta, ella se interpuso y me susurró al oído que una puerta entreabierta es la mejor de las cerraduras y que siempre la encontraría así... Bajé los escalones, pero solo escuchaba la zozobra de mis latidos agolpados dentro del pecho. Sin embargo, esa noche dormí plácido y descansado como hacía tiempo que no lo recordaba.

   A la noche siguiente sentí sus pasos subir hacia el ático muy de madrugada, sin duda, debió de tener otra dura jornada de trabajo o quizás de fiesta. Ya por la tarde me asomé a su puerta... El ruido de la ducha cesó y su cabeza enmarañada apareció tras la puerta del baño.

-Pasa, pónte cómodo... Pero antes trae tus bártulos, artista, empezamos ahora...

   Sin rechistar, obediente, subí aquel juego de pinceles nuevo que guardaba para no sé qué sesión especial, también los lienzos de bastidor y el caballete de campo que para aquella ocasión me serviría ni que pintado. La luz que entraba por el ventanal de la sala creaba la atmósfera idónea y, rápido, dispuse todos los elementos y material necesario para convertir la habitación en un improvisado estudio. Ella atendía mis indicaciones, envuelta en su media toalla y con su inseparable braguita, tan diminuta y estrecha. Le expliqué el modo de tenderse en el suelo, la posición de las piernas entrecruzadas, de las manos posadas y expresivas, el ángulo del rostro y la leve torsión del cuello con la cabeza inclinada para que el escorzo lograra reflejar toda la delicadeza sensual de aquel bello cuerpo, sugerente. Una belleza que me impresionó y a la que, con el aliento contenido, procuré sobreponerme para que los primeros trazos delimitasen el marco de lo que sería el próximo escenario. También me preocupé de realizar descansos, no deseaba resultar igual de molesto que los fotógrafos con los que había trabajado. Ella lo agradeció, se sentía cómoda, sonreía y, de un golpe, se desembarazó de la toalla y su braguita...

-Así mejor...-, musitó al tiempo que su mirada esbozaba una sonrisa picarona.

-Podemos continuar mañana, no es necesario agotarse ni acabar hoy... -, intenté disculpar.

   Pero ella se puso en pie y vino hacia mí...

- No, pónte cómodo tú también!

   Tiró de las mangas de mi jersey y me lo quitó. Luego sentí sus pechos pegados a la piel de mi torso, sus pezones me acariciaban con suavidad de terciopelo y con su boca besaba mi hombro y me mordisqueaba el cuello. Posé los pinceles, sin poder evitar que alguno cayera. Sabía lo que iba a suceder casi como si lo hubiera imaginado, como si lo hubiera pintado. Los dos cuerpos desnudos rodaron sobre el suelo alfombrado, abrazados en una sola caricia, fundidos en un gemir de pequeñas pasiones encendidas que aumentaban en intensidad, ansiosas ya por desbordarse o ya por encumbrarse a otra cima más alta de placer. Así, hicimos el amor entregándonos por entero, hasta que el sueño nos acogió bajo su reinado nocturno. Desperté a medianoche, al lado de su cuerpo caliente y desnudo, juntos bajo el edredón, sin querer despertar nunca de aquel sueño.

   En los días sucesivos compaginamos sesiones de fotos con las poses frente al lienzo. Nunca conocí una sensualidad así de salvaje y única y, también, sabía que al igual que llegó sin esperarlo volvería a marchar, quizás sin retorno. El final llegó triste, sí, pero lo celebramos con otra sesión doble de amor sin freno. Luego, por fin el adiós, una despedida con sonrisa...

   Ahora miro hacia su puerta desde el rellano, esperando encontrarla entreabierta. Tal vez regrese algún día aunque tan solo sea para recoger su pintura, el retrato que le dediqué. Tal vez algún día añore el tiempo detenido de los pueblos pequeños donde la vida recupera la respiración al compás del bosque y regrese para recobrar la tranquilidad del aroma que merece la pena.

 
 
 
El autor:
*Es una Colección "Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-
 
 

© 2018 Luis Tamargo


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Added on April 11, 2008
Last Updated on August 13, 2018

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Luis Tamargo
Luis Tamargo

Spain



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El autor, LUIS TAMARGO, es natural de Santander, en el norte espanol. Documentalista clínico de profesión, curso estudios de Letras y Humanidades y ha publicado "Escritos Para Vivir" .. more..

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