Relato CUALQUIER ESQUINAA Story by Luis TamargoColección "Son Relatos", (c) Luis Tamargo.La ciudad callaba, sólo un viento racheaba las calles vacías mientras los perros más madrugadores vaciaban los contenedores en busca de algo más provechoso que el frío. Un bote de lata calló al suelo y, con estruendo, rodó hasta sus pies, pero no se inmutó. Los plásticos volaban en traviesas filigranas, y una hoja de periódico chocó contra su rostro; tan sólo resopló, el viento volvió a llevarse el papel de nuevo. Era la esquina de Ron, él ya no se acordaba desde hacía cuánto. Envuelto entre cartones se hacía el remolón para despertarse, además, la helada mañana tampoco ayudaba; poco a poco se desentumecía. Algún vehículo aislado anunciaba el amanecer de otra jornada gris al borde del empedrado, duro, pero ya familiar. Se incorporó con perezosa lentitud, casi hasta sentarse, porque aquello le llamó atención, si algo había capaz aún de sorprenderle entre aquellos andurriales. Enfrente, un furgón blindado aparcó haciendo rechinar las ruedas al subir sobre la acera. Ya lo había visto en tres o cuatro ocasiones anteriores, de los más de once años que llevaba sobreviviendo en los alrededores de su esquina predilecta. No tenía otro lugar adonde ir; tampoco es que le hubiera tomado cariño al sitio, pero allí aguardaba algo, lo sabía, tal vez aquella vez fuera la señal... Los cuatro
hombres que descendieron del furgón abrieron las puertas traseras: uno subió
rápido los escalones que conducían al Museo de Arte, junto al Conservatorio,
para abrir la entrada principal, mientras el conductor sujetaba el portón del
vehículo. Los otros dos cargaron el peso de un enorme paquete embalado, que
introdujeron al Museo con cuidado de no tropezar en los escalones. Ahora no
tardarían en salir y cargar con otro pesado paquete, quizás varios en esta
ocasión, si hubiera suerte. Cuando
finalizaron la descarga los hombres volvieron al interior del vehículo, y no
fue hasta que desaparecieron de su vista, cuando Ron se decidió a
reincorporarse del todo. Cruzó la calzada y enfiló la calle cercana, un tanto
tambaleante, hasta dar vuelta a la manzana; allí descendió por las escalinatas
del puente y se adentró en el túnel, no sin mirar hacia atrás de continuo,
receloso. Después de asegurarse de que nadie venía detrás, se agachó, levantó
la tapa de la alcantarilla y se introdujo en la cloaca. "Por fin en
casa", se animó. Se atusó los bigotes y aplastó las barbas con las palmas
de ambas manos, para darlos forma y, confiado ahora en la intimidad del hogar,
aprovechó para estirarse, igual que sus vecinos los gatos callejeros. Luego se
adentró por aquel laberinto de pasillos que conocía a la perfección, era capaz
de recorrerlo sin necesidad de iluminación, después de frecuentarlo durante
tanto tiempo. El hedor resultaba pestilente a medida que avanzaba hacia el
fondo, y la oscuridad era absoluta; el ruido silbante de las ratas le
orientaba, incluso tropezó con alguno de sus cuerpos blandos, antes de llegar
al muro. Palpó en cuclillas el borde del zócalo hasta dar con la estrecha
trampilla a la que la faltaban dos barrotes. El óxido y la erosión de la
humedad habían hecho el trabajo, aunque también él contribuyó limando sus
extremos durante interminables meses de ocioso aburrimiento. Se dejó rodar y
pasó al otro lado, un reducido tabique de separación que por seguridad bastaba
para albergar a una persona. Ahora la claridad se filtraba en forma de
minúsculos puntitos por la rejilla de ventilación. La desmontó sin dificultad,
había ensayado durante años aquella maniobra, y todo estaba listo, preparado
para ser usado cuando llegase el momento. También
conocía de memoria la distribución de aquel almacén interior, perteneciente al
Museo, y los tesoros que, en escrupuloso orden, descansaban entre sus paredes.
Se había paseado a sus anchas entre ellos, curioseando su posible valor, sin
prisas, a la espera de que todos los factores aledaños favoreciesen la
circunstancia idónea; algo le decía que, al igual que en las anteriores
ocasiones, había llegado la hora de actuar. Buscó entre los enseres y enseguida
localizó el nuevo material que acababa de entrar al Museo; el enorme cuadro se
apoyaba contra dos columnas ya sin embalaje. "Demasiado grande",
pensó. Desembaló una de las cajas y se fijó en un candelabro de cuatro brazos
de oro. Ahora sí, junto a los estantes, halló los dos lienzos que ya antes
había elegido, y no tardó en liberarlos de sus bastidores, enrollarlos y salir
por donde había entrado. Encajó de nuevo la rejilla y se deslizó bajo el
tabique. Algo más adelante se desvió en una de las galerías, posó el preciado
cargamento y, a tientas, dio con el adoquín suelto del que extrajo su enorme
bolso de viaje. Se quitó la roída y maltrecha gabardina, que dobló en el hueco
libre de la baldosa, y la sustituyó por un grueso abrigo de ante. Volvió a
enrollar los lienzos despacio y, con el candelabro, los metió en el bolso.
Antes de salir prestó atención a cualquier posible ruido anómalo en el exterior
y, una vez se aseguró, abandonó la alcantarilla. Desde el
final del puente hasta el Parque Central, apenas separaba un centenar de pasos
antes de encontrar la primera boca de metro. Ron se apostó a la entrada del
vagón, mezclado entre los demás pasajeros, sin soltar su maleta de viaje,
mientras escudriñaba con interés cada señal; quedaban cinco paradas, quince
escasos minutos para llegar a la estación de trenes. Ron sabía que
con ese mismo intervalo de tiempo un ferrocarril de cercanías le dejaría en su
destino. Lo tenía tan cerca y lo sabía tan bien que, quizás por eso, no lo
repetía con asiduidad; sólo en ocasiones señaladas, como aquella, cuando todo
parecía concordar y obligarle a regresar a casa. Distinguió el
letrero del andén antes de que el tren comenzara siquiera a frenar. Cuando
descendió evitó la salida principal y, por un lateral, se alejó del concurrido
centro del pueblo. Un camino vecinal se adentraba entre fincas y huertas
colindantes y, al fondo, podía vislumbrarse la silueta del castillo medieval,
circundado de viñedos, que se abría grandioso a medida que se iba aproximando. La sirvienta,
una señora mayor de uniforme, fue la primera en salir a recibirle, nerviosa,
aunque acostumbrada a estas bruscas apariciones del señor Barón. Antes, hizo
sonar la campanilla para advertir a su marido de la presencia del amo, que
acudió raudo; ambos ancianos cuidaban del palacio y se ocupaban durante todo el
año de los quehaceres necesarios de su vivienda, era su trabajo. "...¡Señor,
no sabíamos...! El Barón no
le dejó continuar, con un gesto de su brazo saludó, breve, al tiempo que
interponía un margen prudente de distancia. "Prepáreme
algo caliente, no dispongo de mucho tiempo. "¿Cómo las
otras veces, señor Barón? Entonces querrá que... "¡Sí, como
siempre! "le interrumpió de nuevo, tajante, mientras accedía sin detenerse a la
gran escalera de caracol que conducía a los aposentos. Una vez
arriba, el Barón desenrolló los lienzos y, de un armario bajo, sacó un hatillo
de herramientas de mano: un martillo pequeño de carpintero y cuñas de madera de
diferentes tamaños. Dedicó el resto de la mañana a montar las telas sobre la
nueva estructura. Finalmente los contempló sin ocultar cierto gesto extasiado,
ya colgados en su ubicación definitiva. En el centro del salón, sobre la mesa,
el candelabro de oro lucía todo su brillo. Se acercó al cuadro más grande y
acarició la firma, que deletreó... "...T i z i a
n o... No consiguió,
sin embargo, distinguirla en el otro; lo dificultaban dos iniciales un tanto
borrosas. En los últimos diez años aquella habitación había multiplicado su
valor; las pinturas llenaban la estancia con un aire sobrio, distinguido,
propio de una auténtica mansión señorial. Cuando bajó,
la pareja de ancianos le esperaba junto a la entrada, al pie de la escalera.
Ella aguantaba entre las manos una taza de consomé ya templado, que el Barón
bebió en dos largos tragos. Después, les dirigió una mirada contenida de
solemnidad, a modo de despedida. "...Los
negocios no pueden esperar. Le vieron
salir a grandes zancadas, ligero, sin otro equipaje que su bolso vacío,
acostumbrados a sus espaciadas idas y venidas sin anunciar. Le conocían desde
la infancia; ya trabajaban allí cuando vivían sus padres y, después de su
fallecimiento, aún continuaban. Con la desaparición de la señora, no obstante,
el Barón cambió la apática ociosidad por los viajes de negocios, cada vez más
prolongados. Ron apresuró el paso dentro del camino vecinal, ya podía presentir el ajetreo de la estación con su murmullo de gente. Más allá, al otro lado, la ciudad aguardaba en una encrucijada de calles mudas, cómplices, donde la vida se disfrazaba de asfalto para, tal vez, un día volver a sonreírle a la vuelta de cualquier esquina. El autor:
*Es una Colección "Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-
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2 Reviews Added on March 19, 2008 Last Updated on August 13, 2018 AuthorLuis TamargoSpainAboutEl autor, LUIS TAMARGO, es natural de Santander, en el norte espanol. Documentalista clínico de profesión, curso estudios de Letras y Humanidades y ha publicado "Escritos Para Vivir" .. more..Writing
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