La nieve y la noche esparcen sus notas en monocromo, yin y yang entrelazados por el horizonte. Camino en círculos sobre la húmeda y fría sabana que pinta de blanco al suelo, dejando huellas color carmesí que florecen en rosas al ser absorbidas y secarse. Un manantial calienta mi mente mientras una ventisca congela mis ojos. Pero una estrella guia hacia el norte, hacia las cordilleras que complacen mi visión más no dan estímulo al deseo de mover mis cansadas extremidades, una detrás de la otra, una vez, otra vez. Como Prometeo en su infinita tarea de cargar la piedra solo para tener su hígado devorado por el águila al final del día. Qué destino. Sin embargo, el fuego que fue (yo he) robado vale cada paso de esta fúnebre travesía. Ese fuego está aquí conmigo y no se apresura en apagarse. Está en mi pecho. Y es el mejor tesoro que pude recuperar. Un corazón enjaulado y encadenado no puede desarrollar sus alas. Y el que lo ha perdido queda atrapado en un ciclo mucho peor que el de nuestro prometeico ejemplo. Un ciclo ignorante y carente de significado.
Quizás lo debido fue repetir las mismas acciones o quizás había una salida del eterno retorno, pero en cualquier camino, es inextricable la recuperación del fuego a toda costa. Es este elemento el que me denomina un ser con vida.